“Mis padres son ateos, pero si los colores existen, también debe existir Dios”. Al comienzo, no asimilé las dimensiones de la frase. Mientras Sandra iba al baño, cerré los ojos y me esforcé en pensar que así los había tenido desde siempre. Supe que ni siquiera cabía decir que el mundo era negro. Sólo pude tener la certeza de que era monocromático, sin saber muy bien a qué me refería.
Sandra Bertorello Garay, ciega de nacimiento, acaba de publicar “Los sentidos del Yo”, un ensayo escrito en braille y de tirada insignificante, puesto que lo ha editado con sus propios recursos. Personalmente, espero que alguna editorial se interese en traducirlo para el público vidente y lo difunda como es debido, porque el tema, además de interesante, está enfocado desde una perspectiva ajena al común de los humanos y con una vehemencia perturbadora.
La cafetería en la que conversamos sobre sus teorías tenía un aspecto horrendo. Ninguna mesa era igual o parecida a otra, los manteles lucían diseños que no combinaban entre sí y la vajilla y cubertería parecían haber sido recolectadas en incursiones clandestinas a otros locales. En contrapartida, he de admitir que el sabor del café y su aroma eran inigualables. Aunque la vista casi me impidió apreciarlo.
Sandra Bertorello asume su realidad sin quejas. Tampoco agradece haber nacido ciega, pero, como buena optimista que es, sostiene que su discapacidad física ha sido una ventaja crucial para poder encontrarse a sí misma. El título de su obra, “Los sentidos del Yo”, anticipa sutilmente los dos temas que desarrolla este ensayo. Uno plantea las razones de existir como una unidad y, el otro, cuestiona si los procesos sensoriales son inherentes al ser.
Para obtener conclusiones sobre el segundo punto, se aventuró a experimentar otras limitaciones. Durante más de dos años y medio, vivió con la nariz y los oídos taponados. Además, usaba guantes y se sometía a largos periodos de ayuno. “No podía tomar prestados un par de ojos para entender una realidad distinta a la mía y, en consecuencia, conocerme más. Sin embargo, me era factible el dejar de oír y oler para alcanzar el mismo fin… Cuanto más se disipaba la presencia del exterior, mi conciencia aumentaba”.
“No me equivoco al sostener —lo he comprobado— que los sentidos no sólo no son parte de la esencia del Yo, sino que se encargan de alejarnos de él, porque su responsabilidad es la subsistencia y para ello deben estar atentos al entorno y a nuestras necesidades corporales. Pensar en el Yo distrae… Hay quienes proponen que el camino a seguir es el opuesto. Que contemplar la naturaleza es acercarnos a nuestra raíz. Quizá ambos caminos sean válidos, pero, dada mi circunstancia, sólo puedo optar por uno de ellos… Y para contar con un entendimiento amplio sobre algunos conceptos, no me queda más que confiar; como cuando dicen que no se alcanza a divisar la otra orilla. ¿La verdad depende del número de personas que lo afirman?”.
Cuando regresó del baño, no la vi venir. “Un día que mis padres exponían sus argumentos en contra de la existencia de Dios, intervine para poner en duda la de los colores. La anécdota no murió ahí, comencé a dudar sobre su capacidad de ver y me angustié al sospechar que ellos y el resto eran como yo y que el concepto de visión era un astuto juego de poder. Por lógica, mis paranoias cesaron ante algunas demostraciones irrefutables. Mal que bien, duraron lo suficiente para sembrar el deseo incontrolable por saber quién y qué era Yo”.
“Pese a la gran satisfacción que me da conocerme, no puedo evitar querer ver. Más por curiosidad. Me encantaría descubrir, entre otras cosas, los colores. Y reconozco que dudo, y que dudar me produce un poco de miedo. A veces creo que son un invento colectivo para hacer la vida más llevadera. O cabe la feliz posibilidad de que simplemente sea una incapacidad mía”.